sábado, 10 de agosto de 2013

Gibraltar y las Malvinas



A raíz de los acontecimientos recientes, cobra de nuevo actualidad la meditación que sobre ambas cuestiones realizó Julián Marías al principio del conflicto de las Malvinas en 1982. Incluida en su libro "Hispanoamérica".




La crisis atlántica

Inglaterra es un admirable país, una de las piezas capitales de Europa. El Imperio Británico es una de las más ilustres creaciones históricas. Aunque sean innegables sus errores, abusos y hasta crímenes, también es innegable su grandeza y su significación civilizadora. Se comprende que Rudyard Kipling desprenda hondas emociones entre los británicos, a las que no son ajenos muchos hombres que no lo son.

Cuando ese Imperio era una inmensa construcción política, de equilibrio difícil, precioso para la nación que lo había fundado; cuando los atlas estaban salpicados, en todos los continentes, del color rojo británico, desde las grandes superficies americanas, asiáticas, africanas o australianas hasta los puntos insulares frecuentados por la Marina, se comprende el celo por mantener intacto ese enorme Poder que no era solo fuerza, aunque con ello se hubiera construido.

Pero ese tiempo pasó. Hace muchos años que Inglaterra ha aceptado -y en parte estimulado- el desmantelamiento de su Imperio. Cediendo al imperativo del tiempo, abandonándose también al afán de seguridad y comodidad, la Gran Bretaña ha ido renunciando, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, al Imperio  de la India, a las pequeñas islas donde  había ondeado la Unión Jack. Grandes o minúsculos , los territorios que habían sido británicos han ido dejando de serlo. Muchas veces, para convertirse en "naciones" cuyo  único título a tal nombre es pertenecer a las naciones Unidas y -eso sí- poseer un voto (igual que los Estados Unidos, la India, el Brasil, Alemania, Francia o la propia Gran Bretaña); un voto que sirve para formar -en beneficio de quien sea- esas fantasmagóricas mayorías que representan tal vez el 5 por ciento de la población mundial. El último ejemplo es  el pequeño territorio centroamericano que se llama Belice, llamado  también hasta hace unos meses Honduras británica.

Solo hay dos excepciones. Hay dos territorios coloniales a los que los gobiernos británicos se aferran con sorprendente obstinación, durante siglo y medio en un caso, más de dos siglos en el otro: las Malvinas (llamadas en inglés Falkland) y Gibraltar.

Son dos pequeños territorios, conseguidos por la fuerza, absolutamente innecesarios para la seguridad de la Gran Bretaña, cuyo valor real desapareció, si lo hubo, hace mucho tiempo. Y da la casualidad de que la posesión de Gibraltar y de las islas Malvinas significa una herida, un agravio a dos grandes países civilizados, occidentales, amigos de la Gran Bretaña.

En estos dos casos, los Gobiernos de Londres se niegan tenazmente a lo que han aceptado en otras partes. A todas las reivindicaciones, a todas las instancias, a todas las razones han respondido siempre con rotundas negaciones o con evasivas, con promesas nunca cumplidas, que no se acercan jamás a la realidad. ¿Por qué?

¿Que oscura fijación actúa en esa conducta? ¿Hay algún viejo rencor  nunca apagado, que nubla el tradicional talento político de los ingleses? ¿Hay alguien que siente injustificada complacencia en la humillación de dos grandes naciones hispánicas, ilustres por su cultura y por su historia? Resulta difícil de comprender esta obstinación.

Precisamente porque estamos en una época de violencia desatada, parece censurable el uso de la violencia, por reducido que sea, a menos que sea verdaderamente una ultima ratio. Aun teniendo razón -como la tienen España y la Argentina en estos casos-, aun en los casos en que la violencia puede ser, como Ortega decía, "la razón exasperada", el uso abusivo e injusto que hoy se hace de ella aconseja renunciar a su empleo, insistir en las razones y procurar que no se exasperen demasiado.

Pero sería mucho más grave todavía  responder a la violencia mínima con otra mayor, para volver a afirmar una evidente situación de injusticia. España es un país europeo, ciertamente, y no debe ser una excepción en Europa; pero es, no menos, un país hispánico, y sería lamentable que fuese una excepción en el mundo hispánico. Desde su moderación frente a la injusticia, tiene derecho a pedir en este caso, que no es el suyo, que se haga la justicia que la Argentina reclama, de tal manera que no se hiera tampoco el honor de la Gran Bretaña, parte del honor de Occidente, que todos debemos mirar como propio.

Julián Marías

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